La noche ya había caído sobre Lima mucho antes del pitazo inicial. No hubo atardecer ni colores cálidos, solo un cielo encapotado, ese manto gris que envuelve a la ciudad en junio y que esta vez parecía un mal presagio. Afuera, la ciudad bullía con una mezcla de nerviosismo y esperanza: Perú recibía a Ecuador con la ilusión de aferrarse a un sueño que, aunque lejano, aún respiraba
A los alrededores del estadio, el caos era familiar: tráfico, bocinas, vendedores, cánticos desde las ventanas de los autos. Las calles vibraban con un fervor que hacía mucho no se sentía con la selección, como aquella vez ante Paraguay, en 2022, cuando nos abrazamos a la ilusión del repechaje.
Adentro, los parlantes hicieron su parte: «Y se llama Perú», «Contigo Perú», himnos que ya no solo se cantan, se sienten. La tribuna norte comenzaba a retumbar con bombos y trompetas, mientras oriente se llenaba de humo blanco y fuegos artificiales cuando ambos equipos salieron al campo. El estadio se alzó en un solo canto. Por un instante, creímos que esa noche podía ser nuestra.
Pero no estaban solos. Hinchas ecuatorianos también llegaron en masa, ocupando sectores de occidente y norte. Vinieron desde Quito, Guayaquil, Cuenca. Querían ser testigos de su propia historia: ver a su selección clasificar. Ellos también sabían que era una noche grande.
El primer tiempo fue un ir y venir de emociones. Andy Polo tuvo dos ocasiones claras. El estadio se detuvo, se levantó, contuvo el aliento. Pero el gol no llegó. Aun así, el aliento no cesó: «¡Vamos, peruanos, que esta noche… vamos a ganar!», se escuchaba en el recinto deportivo.
En las bancas, los técnicos vivían su propio duelo. Óscar Ibáñez, sereno. Sebastián Beccacece, eufórico, eléctrico, al borde del área técnica como si fuera otro jugador más.
Hubo un momento que marcó el alma del partido: mientras atendían a Pedro Gallese en el campo tras sentirse en la pierna, Moisés Caicedo se acercó a la tribuna ecuatoriana y levantó los brazos pidiendo aliento. Y la respuesta fue peruana. El estadio entero rugió, opacando todo. Fue nuestro grito de resistencia.
Pero los minutos siguieron su curso, y con ellos, la esperanza comenzó a desvanecerse. El grito de gol quedó atrapado en la garganta de todo un país.
Y entonces, el pitazo final.
Silencio.
Los hinchas comenzaron a retirarse en silencio. Rostros desencajados, miradas perdidas. Algunos cargaban rabia contenida; otros, una desazón que pesaba más que cualquier derrota.
En la otra orilla, Ecuador celebraba. Jugadores abrazados, saltando en la cancha. Su gente ondeando banderas, llorando de alegría. Habían sellado su pase al Mundial. Nosotros, en cambio, cerrábamos una etapa con la herida abierta.
Así concluyó esta travesía. El sueño quedó atrás. Perú está, prácticamente, fuera del Mundial. Pero hay algo que resiste, incluso cuando todo parece perdido: el amor incondicional del hincha peruano. Ese que llega igual, gane o pierda. El que trae su bandera, su vincha, y su garganta siempre dispuesta a alentar.